La palabra crisis, como el lector avezado sabrá, conlleva en su esencia no solamente el aspecto negativo de peligro, sino también el positivo de oportunidad; siendo esto muy visible en el idioma japonés, el cual posee el contrapeso de contar con ambas posibilidades dentro de su cultura y modus vivendi.
A propósito del quehacer humano, en la sociedad boliviana existe un exacerbado criterio acerca de las cualidades culturales que producimos, expresiones que hacen más parte del folklore que de la cultura propiamente dicha. Esto es más notorio en el ámbito político donde nuestras prácticas cotidianas -mucho más en tiempos electorales -dejan mucho que desear, abocándose a confiar ciegamente en la todopoderosa elección como el acto central de la llamada fiesta democrática. Lo que en términos de medición sobre el grado de cultura política democrática que posee la ciudadanía boliviana, arrojará un deficiente indicador caracterizado por la apatía hacia la temática política.
Si el lector duda de lo anterior, baste con preguntar a cualquier individuo acerca de ¿cómo solucionaríamos la crisis de legitimidad en el que se encuentra el sistema electoral?, ¿qué es democracia? o simplemente ¿qué deberes tiene como ciudadano? Las respuestas serán huidizas y el silencio cundirá en sumo grado, pues el boliviano promedio actual carece de un bagaje lingüístico mínimo, que hace posible establecer que hay una deficiente cultura política democrática lo que diluye las intenciones del circunstancial encuestador.
El premio nobel de economía, Milton Friedman, advertía: uno de los más grandes errores es juzgar a los políticos y sus programas por sus intenciones, en vez que por sus resultados; sobresaliente frase que desnuda la situación boliviana en tiempos electorales: los programas electorales están llenos de intenciones y de una practicidad reducida que busca embelesar al votante, negándose al debate de ideas, donde el actor político pueda expresar sus mejores argumentos para convencer y guiar un proceso. ¡Qué lejos estamos de ello! Lo que existe es una manipulación electoral del acto mismo de elegir a las mejores mujeres y hombres, que caracterizan a nuestra cultura vertical, autoritaria y sobre todo maquilladora del estado real de descomposición social en el que realizamos nuestras actividades diarias.
Las elecciones forman parte del último engranaje democrático de un sistema social que decide confiar en el cuerpo jurídico-político (Estado) para administrar su destino; sin embargo, cuando convertimos ese engranaje en el centro de confianza y pervivencia del sistema, estamos más que en problemas, pues las elecciones no son ese motor inmóvil aristotélico que hace que todo funcione de por sí, sino más bien necesita alimentarse de la dualidad actitud-voluntad del ciudadano, para que éste decida involucrarse en política responsabilizándose de su sociedad y en definitiva de su Estado. Pero, ¿qué sucede cuando el mandatario saliente construye a su alrededor un halo de benefactor, de buen estadista como si fuera un hombre virtuoso?
Maquiavelo nos advierte: “…los hombres hacen el bien por fuerza, pero cuando gozan de los medios de libertad para ejecutar el mal todo llenan de confusión y desorden… el reino cuya existencia depende de la virtud (moral de quien lo rige), pronto desaparece. Consecuencia de ello es que los reinos que subsisten por las condiciones personales de hombres son poco estables, pues las virtudes de quien los gobierna acaban cuando éste muere, y rara vez ocurre que renazcan en su sucesor”.
En Bolivia, ni existieron hombres virtuosos y mucho menos de características morales, que erigieran fines colectivos antes que los personales en procura de los más altos intereses del Estado y la sociedad. Ante el inminente escenario electoral, hay que reconocer la crisis prevaleciente del Estado boliviano en su faceta más peligrosa, puesto que los problemas estructurales de nuestro país no se solucionan con un simple cambio de presidente o asambleístas. Se debe reconocer que hay muchos pendientes entre los cuales el más urgente es el de formar políticamente a las nuevas generaciones, empoderando su ciudadanía y no convertirlos en pusilánimes de uno u otro candidato. Y no crea el lector que se trata de encontrar una mano-santo o mesías nuevo, eso sería profundizar más aun el caudillismo político.
Jamás se deberá creer en las elecciones como factor de solución, en muchos casos enquista más aun el problema que se enfrenta, en este momento la principal traba es saber aceptar que no hicimos lo debimos y que más circo y vende humos mediáticos no necesariamente nos otorgaran pan el día de mañana. Sin reconocer lo que se hizo mal nada bueno se podrá construir.