Una de las etapas más conflictivas, y duras de asimilar, para todo ser humano se encuentra vinculada a la adolescencia, puesto que el tránsito de la niñez a la juventud suele conllevar transformaciones radicales en cuanto a la biología y psicología humana, por lo tanto, es vital que esta fase sea supervisada y acompañada por los guías, tutores o mucho mejor, los padres del ser humano en cuestión.
Si es así en las personas, no deja de ser algo similar en cuanto a las normas jurídicas, en concreto con la Constitución Política del Estado. La misma, que a pesar de ser llamada “norma fundamental”, “ley de leyes” y poseer una jerarquía incuestionable en casi todos los tratados serios de derecho, viene a ser malmirada cada cierto tiempo por parte de la sociedad a la que se debe su aplicación y sentido.
Y esto no causa sorpresa, en un tiempo en que la Constitución es útil para justificarse, pero no tiene nadie que la guíe, la oriente o le ayude a consolidarse como la norma jurídica primaria que está llamada a ser. Tal como sucede con un adolescente humano, la joven Constitución Boliviana ha pasado a quedar huérfana de ciudadanía, es decir, la invocamos porque es la excusa de nuestra existencia como sociedad, pero no la conocemos del todo y menos comprendemos las fases de su implementación, efectos y significado.
Uno podría suponer que en una sociedad repleta de abogados – como lo es la sociedad boliviana – cabría un sentido de comprensión mayor sobre la trascendencia constitucional, no obstante, puede corroborarse que ni los abogados pueden ponerse de acuerdo sobre las múltiples ambigüedades interpretativas que supone abordar la lectura de nuestra Constitución, mucho más si le sumamos el carácter politizante que aqueja a nuestro sistema legal, lo cual terminaría produciendo una frase muy acomodaticia: “el derecho se aplica dependiendo para qué, para quién y qué quiera obtener uno”.
Ahora bien, la evidencia legal nos remite a considerar lo determinado en el artículo 108 de la norma fundamental, que a la letra nos impone el deber de “conocer, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”. Dicho deber se constituye en un insalvable propósito, pues la complejidad de la Constitución, su alcance interpretativo y su exigencia comprensiva hacen de la ley de leyes un documento poco accesible para el público lego.
Al celebrar los 14 años de la promulgación constitucional que rige la vida de nuestra patria y de nosotros como bolivianos, no queda sino hacer conciencia sobre los alcances de la norma fundamental en nuestros actos diarios como ciudadanos, revalorizar su importancia como instrumento normativo que impone límites al ejercicio del poder político, así como también reconocer en la Constitución el mecanismo de reconocimiento de los derechos y deberes que poseemos como personas.
No hacerlo implicaría dejar de creer en la institucionalidad, en el sentido mismo de la existencia del Estado, sobre todo dejar de lado todo aquello por lo cual tiene sentido vivir: la democracia, la convivencia pacífica, el respeto mutuo y la búsqueda de un bien común para todos los que nos denominamos como bolivianos.
Por lo pronto, deberíamos desconfiar de los que levantan la voz a nombre de la Constitución sin conocerla, estudiarla y procurar aplicarla, caso contrario cual falsarios de la fe, daríamos cumplimiento a ese dicho popular que dice “en Bolivia todos son abogados hasta que demuestren lo contrario”. Seríamos meros tinterillos de bolsillo en vez de ciudadanos de hecho. Es tiempo de reconducir el período de adolescencia constitucional en el que nos hallamos, para que se fortifique su juventud y adultez como norma imperante para todos. Y si hubiere que modificarla, para ello, pues debemos estar preparados. Todo lo demás será discurso.