Ante la convulsionada coyuntura nacional, acostumbrada ya la sociedad boliviana a impases normativos y a protestas callejeras, vale la pena preguntarnos: ¿no existe otro camino posible para legislar —redactar leyes— cuestionarlas o invocar su inconstitucionalidad, antes de llamarlas “malditas” o llegar a contar pérdidas humanas, económicas y de otra índole?
La respuesta a tan ingenua pregunta —dados los antecedentes histórico-políticos de Bolivia— no es fácil de expresar, por lo que se procurará matizar tres posibles alternativas.
La primera posibilidad, normativo-procesalista, nos plantearía el reto de activar con mayor asiduidad el denominado control previo de constitucionalidad, el cual se halla determinado en el Código Procesal Constitucional a partir del artículo 104, y de manera específica respecto de los proyectos de ley, a partir del artículo 111. Para activar esta vía procesal —recomendable en todo sentido porque promueve el diálogo y la cultura de paz, además de una seriedad institucional— se requiere una legitimación activa, la cual la poseen nuestros diputados y senadores, pero la miopía política o el interés inmediatista excluyen el recurso a la consulta previa, al tratar, aprobar y sancionar un proyecto de ley que de por sí podría generar anticuerpos.
Una segunda alternativa, denominada institucionalista, nos aproximaría a una Asamblea Legislativa Plurinacional conformada por representantes ubicados, mínimamente, en la tarea de legislar, es decir: pergeñar y proyectar normatividad no útil solo para los propósitos de una gestión de gobierno. Pero eso no sucede, ya que desde que se consolidó una mayoría rasante en los 2/3, parece que se estableció un mito en torno a la representatividad del “pueblo”, categoría abstracta que, a pesar de ser polisémica, es tratada como una sola acepción de quienes coinciden en intereses con una gestión de gobierno, invisibilizando al resto de los gobernados.
De este modo, al no ser la Asamblea un espacio de deliberación, sino de imposición, uno esperaría algo de equilibrio de su máxima autoridad: nuestro vicepresidente. Sin embargo, el susodicho alude a la “ira del Inca”, invocando metáforas andinas que mueren en el entendimiento cuanto su posición desdice lo que su analogía pretende y la Constitución señala sobre el Estado pacifista (artículo 10.I. de nuestra) y el deber de todo boliviano de promover la cultura de la paz.
Por último, como tercera posibilidad tendríamos la conciencia y actitud crítica del ciudadano despierto a su realidad, el cual, al percibir una legislación contraproducente, debería poder presentar alguna acción —no violenta— para impugnarla. Me estoy refiriendo a la desactivación de la norma considerada, o sospechosa de, inconstitucional, para lo cual ese ciudadano activo podría presentar una acción de control constitucional posterior. Es decir, la acción de inconstitucionalidad tal como lo determina la Constitución Política del Estado en su artículo 132, el cual dispone que “Toda persona individual o colectiva afectada por una norma jurídica contraria a la Constitución tendrá derecho a presentar la Acción de Inconstitucionalidad, de acuerdo con los procedimientos establecidos por la ley”.
En este caso, esa ley es la 254, Código Procesal Constitucional. Sin embargo, yendo a la norma adjetiva: el precitado código procesal, éste “quita» ese derecho, dejándolo en manos de las autoridades públicas, conforme lo señala su artículo 72. Entonces, dejando sin legitimación activa a la ciudadanía, es posible afirmar que el Código Procesal Constitucional es inconstitucional porque contraviene el derecho reconocido en la norma fundamental boliviana.
Ante esta situación, algún colega constitucionalista podría argüir que existe la presunción de constitucionalidad (artículo 4 de la Ley N° 254 y artículo 5 de la Ley N° 027) y que estas tres ideas planteadas acá no son más que tesis temerarias. No obstante, también podría decirse que aunque se nos reconociera a los ciudadanos la potestad de accionar directamente la inconstitucionalidad de las normas —tal como sucede en Ecuador que posee un sistema constitucional muy similar al nuestro en lo que respecta al proceso— eso no garantizaría la efectiva respuesta de un Tribunal Constitucional Plurinacional que de por sí ya tiene una carga procesal muy vasta.
Como complemento a lo dicho, se plantearía una situación de colisión entre voluntad política expresada en la normatividad que quieren llevar adelante los representantes políticos (diputados y senadores) y la voluntad jurídica, que se supone defienden —bajo la lógica del principio de supremacía y de control constitucional— los magistrados constitucionales; para lo cual deberían ser reconocidos como probos, idóneos e intachables en su proceder, cualidades que no son precisamente las que el ciudadano común atribuye a estas autoridades.
Ahora bien, más allá del lenguaje promiscuamente emotivo que se escucha en las calles sobre leyes malditas, golpes, fraudes, conspiraciones y demás retahíla de exclamaciones, la legitimación para accionar por parte de nosotros, los ciudadanos, es una deuda legislativa que se debería corregir. Ya sea para que tengamos una válvula de escape pacífica para enfrentar este tipo de situaciones o bien para cumplir el mandato constitucional antes explicado. Hay un problema que debe ser abordado, tanto por legisladores como por el ciudadano reflexivo y necesitado de respuestas ante los desoladores escenarios que se presentan en el presente contexto, o ¿preferimos la vía de la confrontación? Usted tiene la palabra.