En un mundo cada vez más complejo, donde los desafíos económicos, políticos y
sociales demandan soluciones integrales y audaces, la política parece haberse
convertido en un escenario de espectáculo. La proliferación de candidatos que buscan
ocupar cargos públicos, en lugar de enriquecer el debate democrático, ha terminado
por fragmentar el voto y generar incertidumbre en la población. Este fenómeno no es
nuevo, pero en los últimos años ha alcanzado niveles preocupantes. La pregunta que
debemos hacernos es: ¿estamos eligiendo líderes o simplemente viendo un reality
show de aspiraciones políticas?
En muchas democracias, especialmente en aquellas que atraviesan crisis de
representatividad, la figura del candidato «outsider» o «antisistema» ha ganado terreno.
Estos aspirantes suelen presentarse como la alternativa a la «clase política tradicional»,
prometiendo cambios radicales y soluciones mágicas a problemas estructurales. Sin
embargo, detrás de sus discursos cargados de retórica y frases efectistas, pocas
veces encontramos propuestas concretas, viables y, sobre todo, integrales. Lo que
ofrecen, en cambio, son ideales deslucidos, vagos y, en muchos casos, inviables.
El problema no radica en la diversidad de opciones políticas, que en teoría debería ser
un signo de salud democrática, sino en la falta de sustento de muchas de estas
candidaturas. Cuando un aspirante a un cargo público no presenta un plan económico
coherente, no aborda los desafíos sociales con seriedad y no propone medidas
políticas realistas, su presencia en la contienda electoral no contribuye al bien común.
Por el contrario, fragmenta el voto, diluye las opciones viables y genera confusión en la
ciudadanía.
Uno de los rasgos más preocupantes de este fenómeno es la excesiva personalización
de la política. Muchos candidatos basan su campaña en su carisma, su imagen o su
capacidad para generar polémica, en lugar de hacerlo en ideas y propuestas. Esto
convierte las elecciones en una competencia de popularidad, donde lo que importa no
es el contenido, sino la forma. El resultado es un debate público empobrecido, donde
las ideas profundas son reemplazadas por eslóganes vacíos y las propuestas serias
son opacadas por promesas imposibles de cumplir.
Este enfoque no solo es superficial, sino también peligroso. Cuando la política se
reduce a un show, los ciudadanos pierden la capacidad de discernir entre las opciones
reales y las ilusorias, ya que además de política deben buscar el sustento diario en
una realidad empobrecedora. También, la fragmentación del voto que genera esta
multiplicidad de candidaturas sin sustento puede llevar a resultados electorales poco
representativos, donde el ganador obtiene una victoria pírrica con un porcentaje
mínimo de apoyo, como sucedía en la época de la democracia pactada. Esto, a su
vez, debilita la legitimidad de los gobiernos y dificulta la implementación de políticas
públicas efectivas.
Otro aspecto preocupante es la falta de propuestas integrales por parte de muchos
candidatos. En lugar de abordar los problemas desde una perspectiva holística, que
tenga en cuenta las interconexiones entre lo económico, lo político y lo social, muchos
aspirantes se limitan a ofrecer soluciones parciales o simplistas. Por ejemplo, es
común escuchar promesas de reducir impuestos sin explicar cómo se financiarán los
servicios públicos, o propuestas de aumentar el gasto social sin mencionar de dónde
saldrán los recursos.Esta falta de rigor no solo refleja una visión miope de la realidad, sino también un
desprecio por la inteligencia de los ciudadanos. Los votantes merecen candidatos que
les hablen con la verdad, que les expliquen los desafíos que enfrenta el país y que les
presenten propuestas realistas para superarlos. En lugar de eso, lo que reciben son
discursos vacíos, llenos de lugares comunes y carentes de contenido, además de
publicidad y gigantografías que no explican el cómo y solamente procuran ser
efectistas.
En este contexto, es fundamental que los ciudadanos exijan más de sus candidatos.
No basta con que un aspirante sea carismático o tenga una historia inspiradora; lo que
importa son sus ideas, sus propuestas integrales y su capacidad para llevarlas a cabo.
Los votantes deben ser críticos, informarse sobre las opciones que tienen y exigir
debates serios y profundos. Solo así podremos evitar que la política se convierta en un
circo y asegurar que quienes lleguen al poder estén realmente preparados para
gobernar.
La democracia es un sistema imperfecto, pero es el mejor que tenemos. Sin embargo,
para que funcione, requiere de ciudadanos informados, críticos y participativos, así
como de líderes serios, preparados y comprometidos con el bien común. La
proliferación de candidaturas sin sustento y la fragmentación del voto son síntomas de
un sistema que necesita reformas, pero también de una sociedad que debe exigir más
de sus representantes.
Es hora de dejar atrás el show y volver a la política de las ideas. Necesitamos
candidatos que nos hablen con la verdad, que presenten propuestas integrales y que
estén dispuestos a trabajar por el bien de todos, no solo por su propio beneficio. Solo
así podremos construir un futuro más justo, más próspero y democrático. La pelota,
como siempre, está en nuestra cancha, reflexionar, razonar, decidir.
Ya lo decía Giovanni Sartori (1997), en su obra Partidos y Sistema de Partidos en
Democracias: Aunque la pluralidad de partidos puede parecer el reflejo de una
sociedad diversa, la fragmentación del voto revela, en realidad, la incapacidad de las
fuerzas políticas para articular un proyecto común, debilitando así la representación y
la gobernabilidad.
