Cada 22 de enero, Bolivia conmemora el «Día del Estado Plurinacional», una fecha que, al menos en su intención original, buscaba simbolizar la refundación del país sobre la base de la inclusión, la diversidad cultural y la justicia social. Sin embargo, con el paso del tiempo, este hito ha dejado de ser un ideal para convertirse en un ritual vacío, plagado de discursos grandilocuentes y marcado por el desencanto de amplios sectores de la población.
A lo largo de los años, el Estado Plurinacional, concebido como un espacio de reivindicación histórica y construcción colectiva, ha dado muestras alarmantes de retroceso ético e institucional. La corrupción enquistada en las estructuras de poder, el autoritarismo disfrazado de soberanía popular y la megalomanía de sus gobernantes han convertido este proyecto en un mito, alejado de las aspiraciones democráticas que lo inspiraron. A la vez que opinólogos, pseudoanalistas y quien tenga un micrófono cerca, procuran creer que describiendo los problemas de Bolivia se avanzará, cuando lo que se requiere es hacer, proponer, empezando por reconocer que el Estado en su esencia básica no existe, mucho menos en su versión plurinacional.
La institucionalidad del país se ha visto erosionada por una práctica sistémica de corrupción que atraviesa todas las esferas del poder. La promesa de un gobierno cercano al pueblo y basado en principios éticos ha quedado opacada por escándalos que van desde contratos irregulares hasta el uso discrecional de los recursos del Estado para fines partidarios. La corrupción no solo socava la confianza en las instituciones, sino que también perpetúa la desigualdad y la exclusión que el propio Estado Plurinacional pretendía erradicar.
El filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau alertaba sobre la fragilidad del contrato social cuando quienes detentan el poder anteponen sus intereses a los de la comunidad. En su obra El contrato social, afirmaba: «El poder, al ser ejercido en beneficio propio, desnaturaliza la relación entre gobernantes y gobernados, socavando el pacto fundamental sobre el que se sustenta la sociedad». Esta reflexión cobra una vigencia incómoda frente a las dinámicas actuales del poder en Bolivia.
Uno de los aspectos más preocupantes en el devenir del Estado Plurinacional es la centralización del poder en figuras mesiánicas que cultivan un culto a la personalidad incompatible con los principios democráticos. La megalomanía de los líderes del Movimiento al Socialismo (MAS) ha generado una narrativa en la que el gobernante se erige como el único garante del «proceso de cambio». Este exceso de poder no solo limita la pluralidad política, sino que también alimenta el desencanto ciudadano.
La ética política, entendida como la búsqueda del bien común, ha sido reemplazada por una estrategia de perpetuación en el poder que utiliza el aparato estatal para deslegitimar cualquier forma de oposición. La concepción del poder como un fin en sí mismo contradice la filosofía de Immanuel Kant, quien postulaba: «El individuo solo se realiza plenamente en una sociedad donde los derechos y la dignidad sean respetados y promovidos». En el contexto boliviano, esta realización parece cada vez más distante.
Pese a la narrativa oficial, el Estado Plurinacional no ha logrado consolidar una verdadera inclusión social ni fortalecer la cohesión entre las distintas identidades que conforman Bolivia. Las políticas indigenistas, que inicialmente buscaron dar voz a los históricamente marginados, han sido instrumentalizadas como herramientas de legitimación política más que como motores de cambio estructural. El discurso plurinacional se desmorona cuando se contrasta con las desigualdades persistentes en salud, educación y acceso a la justicia.
El 22 de enero, que debería ser una fecha para reflexionar sobre los avances y desafíos del modelo estatal, se ha convertido en una jornada de autocelebración partidaria. La falta de crítica interna y el desprecio por las voces disidentes han vaciado de contenido el concepto de plurinacionalidad, transformándolo en un término más retórico que real.
Bolivia se encuentra en una encrucijada histórica que exige la construcción de un nuevo pacto social basado en principios de transparencia, inclusión y respeto mutuo. Para ello, es fundamental superar la visión polarizada que reduce la política a una lucha entre «proceso de cambio» y «neoliberalismo». Es necesario recuperar el sentido original de la democracia como un proyecto colectivo en el que el Estado sea una extensión de la voluntad popular, no un instrumento de opresión.
El filósofo español José Ortega y Gasset escribió en La rebelión de las masas: «El Estado es un sistema para la convivencia, no para la imposición. Solo se realiza el Estado cuando el individuo se siente parte activa y protagonista de la vida pública». Este ideal, aunque lejano, debe ser el faro que guíe la refundación de un verdadero proyecto plurinacional.
El Estado Plurinacional de Bolivia enfrenta un dilema existencial. Para superar el desencanto político, es imperativo desenmascarar el mito y abordar las profundas contradicciones que atraviesan su arquitectura institucional. Solo así será posible construir un modelo de Estado que haga honor a su promesa de inclusión y justicia social. Mientras tanto, el 22 de enero seguirá siendo un recordatorio amargo de cómo los ideales pueden ser traicionados por la ambición y la falta de ética.