En puertas de las elecciones subnacionales, es difícil encontrar candidatos que se explayen en su conocimiento de lo que el Estado boliviano es y mucho menos la dinámica multinivel en la cual se mueven alcaldías, gobernaciones, el nivel central del Estado y cualquier otro esquema de administración territorial, como la autonomía regional del Gran Chaco, por ejemplo.
No es solamente carencia de aptitudes de los aspirantes a puestos de poder local o departamental, sino más bien de ausencia de de cultura autonómica, la cual debería promoverse desde instituciones como el Servicio Estatal de Autonomías (SEA) y el Viceministerio de Autonomías; que empoderan en sus direcciones, unidades y máximas autoridades ejecutivas a replicadores de un breviario grandilocuente en calificativos de lo que hace la autonomía en nuestra vida, pero no desentrañan el entuerto de la normativa nacional que invade la autonomía departamental y municipal.
Al mismo tiempo, las universidades deberían hacer mayor énfasis en la vocación autonómica de Bolivia, no como una bandera politiquera más sino con la responsabilidad que amerita el caso. Es necesario incluir una asignatura de derecho autonómico, además de las obligatorias de derecho constitucional o municipal que ya existen, haciendo énfasis en el recorrido que aún falta por establecer en el Estado inconcluso que atravesamos hoy.
Ante este panorama, es fácil escuchar discursos incendiarios que invocan el federalismo, reivindican la autonomía o, incluso, proponen retornar al modelo de antaño bajo la premisa de que todo momento institucional pasado fue mejor. Queda claro que falta realizar la Bolivia que se concibió a inicios de este siglo y aunque la democracia permita la contienda electoral como un proceso, hay que reconocer que, como ciudadanos, siempre llevamos desventaja. ¿En qué sentido? Para citar algunos: desconocimiento cabal de programas de gobierno o gestión, incapacidad para discernir una propuesta real y factible de la demagogia verbal a la que nos acostumbró la clase política, ingenuidad respecto al proceso electoral como “solución” a problemas estructurales como la educación, la salud, seguridad ciudadana o gestión de residuos sólidos.
La dinámica social es tan vertiginosa que no nos detenemos a pensar en preguntas esenciales que algunos teóricos de la política suelen hacerse como, por ejemplo: ¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones?, título de un pequeño manual para entender el funcionamiento de la democracia del profesor polaco de ciencia política Adam Przeworski. De la lectura de ese texto pueden extraerse entre varias otras, dos relevantes conclusiones que atañen al modelo autonómico boliviano en tiempos electorales.
La primera, que hay inherencias identificables en las elecciones, que algunos líderes políticos han aprendido a controlar en torno a lo que serán los resultados de las mismas, para aparentar ante la población que existe una competencia real entre los contendientes. ¿Por qué fingir competencia? Para alejarse del modelo autoritario donde existía una monopolización del poder por parte de una organización política al viejo estilo del PRI en México que procuraba alcanzar como mínimo la preferencia del 65% del electorado; también para establecer una hegemonía artificial en la ciudadanía como pasó con la figura de Percy Fernández en Santa Cruz de la Sierra o Manfred Reyes Villa en Cochabamba cada vez que disputaban la silla edil, creyendo que la mayoría representaba totalidad.
Esa forma de “construir verdades electorales” en el esmirriado imaginario colectivo nos habla del uso excesivo que hacen los candidatos, de discursos atractivos que suelen ganar simpatías, en este caso el problema o dilema autonómico a nivel subnacional. Por eso hay que saber discernir entre la manipulación del término autonomía, su ejercicio efectivo y los discursos incendiarios que reclaman federalizar el país, solamente porque suena bien en ciertos estudios de mercado o de opinión política.
La segunda conclusión que puede extraerse de la obra de Przeworski recae en reconocer que las elecciones no necesariamente pueden lograr que mejore nuestra democracia, que la aptitud para gobernar llegue al nivel de lo aceptable y que se vaya superando la dependencia del caudillo, y que se supere la idea de que obras y robo son una dupla soportable en nuestro medio.
Por ello es que las elecciones subnacionales dejan sabor a poco, mucho menos en profundizar el modelo, conocerlo, implementarlo como se debe y trabajar en un sentido de pertenencia y no de consigna politiquera. Porque mientras se manejen agendas marcadas con la gestión gubernamental dictadas desde la Casa Grande del Pueblo –que quiere homogeneizar el país en vez de respetar su pluralidad y diversidad– habrá insatisfacción y resignación autonómica.