¡El ejercicio de la ciudadanía plena nos aleja de la idiotez en política, es por ello que debe ser una actitud del individuo frente al caos mediático que impera!
En la antigua Grecia, no era de sorprender la motivación por la reflexión que existía al interior de las comunidades políticas llamadas polis, y, aunque era una actividad exclusivamente reservada al género masculino, participar del debate y la cosa pública era un privilegio a partir del cual se diferenciaba a quienes sí lo hacían —calificándolos como ciudadanos— de los que no podían hacerlo ya sea por su condición social o por su escasa valía en ese tipo de comunidad humana.
Como sea, la no participación en los debates acerca de los temas que interesaban a la colectividad significaba la exclusión de lo social, y los excluidos recibían el apelativo de idiōtēs que quiere decir: que no se ocupa de los asuntos públicos, ajeno a ellos. Esa palabra se convirtió en nuestro idioma en “idiota”, insulto de rango medio, como significación de la ignorancia o falta de capacidad de comprensión. Ahora, ese privilegio de la época clásica hoy no se procura, sino que se elude, como si de Covid-19 se tratara, aunque la ciudadanía es reclamada por el más y por el menos en casi todas las sociedades del orbe.
¿Cómo podríamos vincular esa palabra —idiota— con la realidad emergente de la sociedad esclavizada por redes sociales y el efectismo de la imagen antes que la palabra?
Pues si bien podría resultar fácil denominar idiota a la generación centennial —los nacidos después de 1996 y antes de 2012, también denominados “Gen-Z”— y en algún grado a la millennial —los nacidos entre 1980 y finales de la década de los años 90— por su apatía respecto de la integración y comprensión de la realidad, no es menos cierto que cada generación humana ha tenido su aporte a la idiotez, ya sea por las malas decisiones asumidas por uno que otro gobernante que enarbola apetitos concupiscibles antes que altruismos colectivos, o por simples ciudadanos que quisieron pasarse de listos al momento de promover ideas, acciones o posturas que fragmentaron más su realidad, que lo que contribuyeron a mejorarla.
De este modo, aunque no sea exclusiva de esta reciente generación, la denominación de idiota cala muy hondo como adjetivo, cuando encontramos que el lenguaje de comunicación-acción de estos individuos demuestra su ánimo reactivo antes que propositivo, como producto del facilismo en el que nos envuelven las comodidades tecnológicas que nos rodean.
Pero no es el adjetivo el que debería preocuparnos, sino la consecuencia de su significado, porque no puede surgir renovación, transformación o ventura en el porvenir de la reproducción de la idiotez, la cual empieza con mensajes polarizantes, autovalidantes y que procuran el trincherismo antes que la cohesión. Un ejemplo de ello es la alocución del exministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, cuando afirmó, hace una semana, que la política, para él y su organización política, era “el ejercicio del poder para vaciar el bolsillo de los ricos y entregarlo a los pobres”, muy al estilo de Robin Hood.
¿No será esa una intervención idiota ante otros tantos que no quieren discernir los verdaderos propósitos de la política? Usando una de las definiciones de la Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida libre de Violencia (348), podría argumentarse que hay violencia simbólica en el mensaje y no solamente contra las mujeres; que en pocas palabras procura separar antes que unir, anhelo perdido como lema en nuestra moneda boliviana.
Ya lo había señalado Aristóteles, cuando afirmó que la política y la ética eran ciencias prácticas, y que la política era la continuación de la ética, pero en pleno siglo XXI, ambas palabras han sido vaciadas y saqueadas de su contenido para dar paso a identificaciones fáciles, que idiotizan y transmiten violencia a través de memes, posts o viralizaciones que las mentes saturadas de imágenes ya no pueden procesar críticamente.
Tal como señala la investigadora e historiadora española Martha Irurozqui (2018) en su obra Ciudadanos armados de ley, a propósito de la violencia en Bolivia, 1839-1875: “en vez de asociar la violencia con el caos, el desorden, la irracionalidad y la ausencia de normas o formas sociales, (es increíble que) se haya optado por resaltar su carácter fundador de órdenes sociales y de nuevas identidades públicas, acelerador o modificador de la dinámica social y de los desarrollos sociales y favorecedor de la cohesión social”.
Es así que, en Bolivia, “las mejores opciones o alternativas” han surgido de procesos violentos y de personas que se han dejado guiar como un rebaño en el sentido que Ortega y Gasset señaló bajo el denominativo de “hombre masa”, un ser hecho de prisa y a la usanza de sus propias circunstancias, no pensante.
Por ello mismo, las palabras “revolución”, “cambio” o “líder” son parte de la comidilla de la perdición si no hay un contenido ciudadano que mastique tales elucubraciones y no reaccione como idiota, simple seguidor o displicente sujeto que existe en su burbuja digital.