Ahora que concluyó el año, el bullado caso de ítems fantasmas ha venido asestando otro duro golpe a la tan alicaída institucionalidad boliviana, no solamente porque involucra a una de las alcaldías con mayor presupuesto y trascendencia política del país, sino porque a partir de ello, fueron surgiendo denuncias, rumores, viralizaciones y demás a propósito de la tan conocida viveza criolla nacional que atañe al aprovechamiento de un cargo en la burocracia estatal en cualquier nivel de gobierno y repartición.
Al respecto, valdría la pena hacer unas tres precisiones mucho más allá de lo que se observa desde afuera en el caso mencionado, para identificar el ampliado rango de acción de aquellos fantasmas que subsisten en nuestra realidad nacional, sin importar la gestión, rubro o actividad.
La primera de ellas corresponde al dicho que reza: “No hay peor soledad que la que se siente en compañía de alguien más”, en referencia a la gestión educativa que se vivió el año 2021, puesto que, si bien maestros y docentes en general representan su papel con cierta visibilidad, no hay certeza de la calidad educativa —y eso que Bolivia posee un Observatorio Plurinacional de la Calidad Educativa— que se va gestando al interior de los centros educativos de primaria, secundaria o nivel universitario. Puesto que se vive en la cultura de la apariencia, se han convertido esas instituciones en fábricas de títulos a gusto y medida, con algunas excepciones muy raras, claro está.
Entonces, la arquitectura educativa subsiste en el país, pero no existe en verdad, pues no es el eje transformador que debería ser y este 2022 parece que se “continuará en la senda de la recuperación” del derecho a la educación, pero solamente en los discursos ministeriales. Bien valdría reconocer que también serán fantasmas las generaciones que se van graduando al desamparo de una inadecuada e improvisada gestión pública en materia educativa.
La segunda se halla vinculada a la tan mentada clase política —más allá de ser oficialista u opositora— que en vez de proponer y concretar acciones reales, sigue alimentando el odio y revanchismo a partir de la dicotomía “ellos y nosotros”, pititas y defensores del pueblo, por mencionar algunas denominaciones muy usuales en lo que fue el 2021 y que este año no dejarán de incrementarse pues, la dinámica política en Bolivia carece de esencia y se redujo a una retahíla de acusaciones, persecuciones, manipulación y malinterpretación de hechos, lo cual quita seriedad a nuestras autoridades y, sobre todo, credibilidad a quienes dicen preocuparse por nosotros, los gobernados.
De este modo, también son fantasmas, con jugosos emolumentos en muchos casos, quienes componen clase dirigencial que ha hecho de la demagogia su forma de vida y dejó de ser política para ser politiquera. Preocupa la vacuidad en la que nos hallamos ante la preocupante crisis económica, sanitaria y digital que enfrenta el mundo en general.
La tercera precisión, que debería promover un mea culpa en el ciudadano, es el escaso interés por parte de la población en general de asir con conocimiento de causa la certeza de la coyuntura que enfrentamos como sociedad y país, no solamente por las dos precisiones antes explicadas, sino también porque como cuerpo social parece que nos hallamos fragmentados más allá de lo soportable y en vez de tomar acciones, pedirlas o debatir ideas al respecto, las ideas de fiesta, relajación o diversión abundan en el día a día nacional.
Seguramente, explicaciones psicológicas vendrán a defender tales situaciones en nombre de la catarsis necesaria ante un panorama sombrío como el que se avizora. No obstante, allí también hay espectros fantasmagóricos, ya que muy pocos, como ciudadanos de verdad, ejercen esta categoría política, dejando que esta aflore solamente cuando hay elecciones o cuando algún notorio exabrupto del poder se hace presente en el horizonte. Es parte de la naturaleza social de nuestro país, dirán algunos, pero aprovecho estas líneas para recordar que esto es recurrente, no es propio de una Bolivia en época de pandemia únicamente, ni porque atravesamos una difícil crisis política.
Es más bien una marca identitaria que se recicla cada cierto tiempo, cambiando protagonistas, mutando situaciones, pero dejando el mismo sabor a hiel en los que ejercemos la criticidad y la ciudadanía como oficio. Por esto mismo, tanto el 2022, como los años subsiguientes seguirán aportando “descubrimientos” de otros ítems fantasma, de situaciones, acciones, decisiones que deberían ser de un modo, pero son de otro. ¿Por qué se afirma esto con tanta seguridad?, porque la naturaleza informal del boliviano precisa de un cambio cultural que está lejos de propiciarse, ya que este requeriría décadas y no temerarias gestiones de gobierno anodinas y, por favor estimado lector, tome en cuenta que se hicieron únicamente tres precisiones.
¿Cuánto más se podría decir de todo el espectro temático que reviste interés para Bolivia? Recuperando el aporte del sociólogo cochabambino Henry Oporto, en su ensayo titulado ¿Cómo somos? (2018), es válido afirmar que Bolivia tiene un problema básico latente entre la tradición y la modernidad, puesto que “existe una disfuncionalidad de ciertos valores y hábitos de conducta con las nuevas realidades económicas, sociales, culturales y políticas y, por cierto, con la dirección en la que se mueve el mundo de hoy”. Para cualquier objeción, se ruega hacer seguimiento a la coyuntura nacional.