En 2018 publiqué la primera parte de esta reflexión, abordando la dificultad de la enseñanza educativa en tiempos posmodernos, desde el punto de vista de quienes nos dedicamos a esa labor, principalmente en el grado universitario y posgradual.
Pasó la pandemia global de Covid-19, donde se desnudó la potencialidad y la precaria preparación para la labor docente por parte de algunos colegas, y parece que todo va volviendo a su cauce natural: el statu quo, donde los centros educativos —principalmente universidades— se han consolidado como fábricas de títulos, pero no de conocimiento ni de respuestas a problemas latentes y vigentes del quehacer cotidiano.
Nos encontramos en el siglo XXI, todo tiende a ser inteligente o smart —como prefiere etiquetarlo el marketing—, pero nuestros cerebros se van embotando cada vez más, y donde más mella causa eso es en el ámbito educativo, pues semestre a semestre, año tras año, el reto comunicacional crece: los docentes no podemos comunicarnos con nuestros discentes, porque, en criterio de estos últimos, hablamos en difícil, complejizamos la materia o en simplificado razonamiento, “no queremos que se titulen”.
A los que nos consideramos educadores, sabemos que la labor de formar un nuevo profesional no pasa por lo emocional. Si bien hay que tener cierto grado de inteligencia emocional para comprender la fragilidad humana de hoy en día, el núcleo del asunto en cuanto a la educación es el lenguaje. Bien se podría escribir un aforismo: dime qué palabras usas, cuándo y cómo, para decirte cuánto entiendes del mundo.
Se preguntará, amable lector, ¿cuál es el secreto?, ¿existe alguno para “comprender más” la realidad, intercambiar conocimientos y hacernos comprensibles? El único, poderoso e íntimo placer es el de la lectura. Descifrar palabras nos convierte en navegantes de mares embravecidos, nos hace capitanes de nuestro destino y a pesar de tener tsunamis que enfrentar, día con día crecemos un poco más y disfrutamos la vida que nos tocó.
Una situación complementaria a la escasez de lenguaje por parte de los estudiantes radica en la opresión que ejerce el sistema administrativo sobre los educadores, se nos obliga en muchos casos a dar “oportunidades” extra a los aspirantes a profesionales o pretendientes a títulos de posgrado, normalizando la dejadez del estudiante en favor de una calificación de aprobado, como si el motivo de la educación fuera la nota de aprobado y no la transformación del ser humano. O, incluso, como si el fin de la educación fuera cumplir protocolos o procedimientos y no así el valor mismo de la enseñanza.
De este modo, entre el estrés comunicativo por el lenguaje y la presión administrativa, nos hallamos ante un escenario social anémico, enfermo de apariencias y lleno de “ismos”, como acertadamente señalaba el intelectual peruano Marco Aurelio Denegri: a) el inmediatismo, b) fragmentarismo, c) superficialismo y d) facilismo. El primero, referido al modo de pensar irreflexivo, rápido y simplemente reaccionario a lo que no se entiende de verdad, pero ante lo cual se precisa decir algo, porque sí, porque tenemos opinión, pero no criterio.
El segundo “ismo”, llamado fragmentarismo, es aquel que no se atreve a abordar los grandes temas e ideas, limitándose a las creencias —las más de las veces dogmáticas— sobre lo que consideramos cierto, el conocimiento, la política, el amor, el éxito y casi cualquier actividad humana, creyendo que la vida es lo que nos dijeron que es, sin atrevernos a ampliar conceptos, sembrar ideas para cosechar criterios sólidos o por lo menos defendibles en contextos de crecimiento humano.
El tercer “ismo” se explica en la sobreestimulación que ofrece el mundo de hoy ante la irrupción de redes, apps, software con IA y demás parafernalia que hace de los jóvenes entes vacíos y poco profundos de ideas, pero de amplias expectativas. Junto a este, se tiene el cuarto “ismo”, aquel que se desnuda en la pobreza del término investigación, ya que el mismo se traduce en “googlear” lo desconocido y lo que aparezca, eso es, aunque no se haya entendido, procesado o comparado con lo que se procura esclarecer.
Como se puede dilucidar de estas breves líneas, no es sencilla la labor docente, y si bien deja huella en el educador que tiene vocación, también desgasta su espíritu si el sistema o la misma sociedad cada vez se corrompe más. Con la irrupción de la inteligencia artificial y la promesa de mejores días no se reemplazará fácilmente a los docentes, al contrario, se seguirá requiriendo facilitadores, guías, personas que puedan generar mejores seres humanos en cuanto al conocimiento, que fue y será la matriz de toda la humanidad.
Es por ello por lo que siempre será válido recordar al filósofo Immanuel Kant en su breve ensayo ¿Qué es la ilustración?, cuando nos desafiaba y decía: sapere aude, atrévete a aprender. Es decir, debemos dejar de callar y asir con responsabilidad y pensamiento crítico el reto de romper la mediocridad y de ser mejores cada día.