Ellos o nosotros

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Cuando las urnas hablan no queda otra que someterse a su voluntad. Al menos esa debería ser la máxima de todo aspirante a político; no obstante, lo que sucede es una retahíla de justificaciones, alusiones a fraude, victorias declaradas sin sustento, amenazas de impugnaciones o marchas; sin contar los desmanes que surgen “espontáneamente” producto de los resultados a boca de urna o como consecuencia de superficiales análisis que algunos medios de comunicación se esfuerzan en presentar a propósito de las justas electorales a las que fuimos convocados como ciudadanos.

Ahora bien, más allá de toda refriega social, se van perfilando las viejas taras políticas que han dominado gran parte de nuestra historia: el revanchismo, el manoseo judicial, la ausencia de ética política en las acciones gubernamentales, provocando polarización antes que la unión que proclama el lema acuñado en nuestras monedas y como máxima del Estado al que pertenecemos.

En cuanto a las recientes autoridades electas, se van ciñendo cálculos en torno a posibles alianzas en concejos municipales y asambleas departamentales, procurando garantizar la denominada gobernabilidad, como si esta fuera solamente los dos tercios necesarios para legislar con tranquilidad. Mientras que en campaña se tiraban piedras discursivas ahora se buscan por “el bien de la población”, lo que resta legitimidad a cualquier proyecto político de largo plazo.

Lo que está en juego no es una gestión municipal o departamental, sino la reconstrucción del Estado que no terminamos de conocer dadas las condiciones caóticas y violentas que le tocó vivir a la sociedad boliviana en años recientes. Cuando se hacen distinciones polarizantes entre ellos (opositores) o nosotros (oficialismo), quienes pierden son los ciudadanos, el llamado pueblo soberano que según la Constitución Política del Estado y la doctrina es el detentador del poder político.

En ese orden de ideas, la validez de nosotros los individuos como protagonistas de nuestro Estado ¿qué alcance tiene cuando es el Estado mismo y el temporal administrador de la cosa pública –el Gobierno– que se comportan como diosecillos autócratas que definen con quiénes se trabajará y con quiénes no? Parece que se nulificara la capacidad de acción que tiene cada uno de los individuos gobernados bajo esta lógica, sin embargo, existen dos posibilidades de acción para restaurar de algún modo la alicaída forma de hacer política en Bolivia.

La primera gira en torno a superar la creencia de que el Estado goza de una impenetrabilidad en cuanto a su análisis, a decir que ya están dadas las condiciones por las cuales nada se puede hacer y que tenemos que soportar sin chistar, lo que al omnipotente gobernante se le ocurra. Se la superará siempre que se haga un seguimiento de cada acto que el gobernante de turno decida, a partir del llamado control social, sin dejar de poner en evidencia el porqué del destino de algunos recursos en favor de una u otra causa. Para ello, el diseño, desarrollo, implementación y evaluación de políticas públicas no deben ser indiferentes a nuestros conocimientos. Así cumpliríamos el mandato del artículo 241 de la norma fundamental boliviana, y que se halla también enmarcado en la Ley N° 341 De Participación Y Control Social.

La segunda y en concordancia con la anterior, se concentra en la oportunidad de que ejerzamos realmente nuestra ciudadanía rebelándonos desde la criticidad, sin miedo a lograr ser más conscientes de la importancia de pensar, de oponernos si fuera necesario a decisiones que podrían robarse nuestra libertad o a prosperar como sociedad. Puede parecer utópico si quisiéramos resultados inmediatos, por ello hay que tener perspectiva y recordar al jesuita español Baltasar Gracían que en su obra Oráculo manual y arte de prudencia (1647), en uno de los aforismos acerca de desmentir los achaques de su nación, reconoce que “es victoriosa la destreza de corregir, o por lo menos desmentir, los nacionales desdoros, consiguiéndose así el posible crédito de único”; así como también recordándonos que “hay achaques de la prosapia, del Estado, del empleo y de la edad, que si coinciden todos en un sujeto, y con la atención no se previenen, hacen un monstruo intolerable”.

Está en nosotros involucrarnos en leer la realidad en un intento de aproximación, a comprenderla para influir en ella positivamente, no que nos la cuenten para así manipular nuestro criterio que se ha centrado en esa falsa dicotomía –ellos o nosotros– que hace que cada uno se convierta en un monstruo.

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