Con los recientes acontecimientos en torno a las detenciones de algunos protagonistas de la crisis política que aconteció en Bolivia posteriores a las elecciones presidenciales de octubre 2019, llama la atención la decisión de la jueza Ximena Mendizabal, respecto al destino del líder de la Resistencia Juvenil Cochala, ya que en alocuciones públicas manifestó que los abogados del Ministerio de Justicia debían “estudiar derecho y respetar la independencia de los jueces”; en una alusión directa a la eterna crisis de Estado que asola la institucionalidad boliviana.

No es para menos esa respuesta que nace de una autoridad jurisdiccional y no hace más que verificar fácticamente el putrefacto estado de situación de la justicia en Bolivia. Ahora bien, la idea no es denostar a ciertos profesionales que sienten pasión por devolver armonía al desorden social en el que vivimos y que merecidamente si estudiaron para aplicar la ley en favor de principios éticos y valores de justicia. De lo que se trata es de recordar el divorcio entre las aulas universitarias y la aplicabilidad de los conocimientos; no necesariamente por falta de interés o ánimo por parte de jueces, fiscales u operadores de justicia; sino porque tanto el Órgano Judicial y el sistema educativo en general adolecen de taras muy asimiladas en su estructura, conformación humana y proyección profesional.

En primer lugar, una degradación de lo que debería ser el Órgano Judicial, se halla en la designación de su capital humano, puesto que los aspirantes a las más altas magistraturas de ese órgano estatal son preseleccionadas políticamente, impregnando del interés personal, sectorial o politiquero la aquiescencia de quienes serán sometidos al escrutinio de la ciudadanía. Sumado al hecho de que la población nacional poco o nada entiende de las atribuciones y funciones cabales que cumple un Magistrado Constitucional o del Tribunal Agroambiental, Consejo de la Magistratura o del Tribunal Supremo de Justicia; de ahí la escasa legitimidad en la votación para estas autoridades en las pasadas dos elecciones de autoridades judiciales.

En segundo lugar, se debe reconocer que en la educación universitaria pública hace mucho se perdió el norte, convirtiéndose – en concreto – la carrera de derecho, la más solicitada a la vez que es la más tergiversada en cuanto a los conocimientos necesarios para mejorar la impartición de justicia: malla curricular desactualizada, docentes anacrónicos, dinámica de aula que gira en torno a “reproducir” la praxis política del país; ley del mínimo esfuerzo y sobre todo, reproducir esas viejas roscas de poder que se anquilosan en la estructura universitaria para hacerse de un patrimonio. No queda lejos la educación universitaria privada, con la notable diferencia de que existen controles administrativos para “verificar” que se pasen clases, que se ejecute un programa, que se proporcione oportunidades a los estudiantes, no obstante, descuidando el contenido y exigencia hacia los estudiantes porque no hay que alejar de la institución “a quienes pagan” por su educación. En ambos casos, no hay pasión por el conocimiento, el descubrimiento y curiosidad por saber para transformar; solamente queda la búsqueda de la ventaja, de la nota, de aprobar a como de lugar, porque se precisa la licenciatura que habilite al interesado en zambullirse en el maremágnum judicial.

El estudio del derecho no se hace fácil, no lo es si uno quiere de verdad aprehender, aprisionar, asimilar con fuerza, voluntad y entusiasmo la idea de justicia, la misma que en nuestra realidad no se halla separada de la politización y el manoseo de autoridades de turno, que se arrogan la soberanía popular aludiendo a su cargo o a la votación que los respalda, sin olvidarse que deben gobernar para todos. Ahora bien, la jueza – hoy suspendida – que se atrevió a respaldar su criterio de autoridad jurisdiccional en la ausencia de conocimiento de los colegas que ejercen funciones en oficialismo político, evocaba la necesidad de tomar en serio la práctica del derecho, de hacerla válida en razones, demostraciones racionales y no caprichos o vendettas disfrazadas de oropel jurídico. Para ello vale la pena recordar al connotado profesor e investigador mexicano, Miguel Carbonell, que en una de sus obras Cartas a un Profesor de Derecho (2015), sugiere que se enseñe a pensar el derecho, no solamente a rumiar, repetir artículos o aforismos vinculados a la práctica judicial. La defensa de la sociedad no se halla en el decir de un politiquero, ni en la arbitrariedad de quien ostenta la autoridad política, sino en saber reconocer con autonomía intelectual, que la justicia es un destino alejado de nuestra realidad.

Derecho

¿Fue una incoherencia la respuesta de la jueza Ximena Mendizabal?

¿Cuál es el límite de lo justo cuando la impartición de justicia se politiza?